LOS ESCLAVOS FELICES

  César Vallejo - Rubén Darío  


PEREGRINADO CORAZÓN: RUBÉN DARÍO

Para Pere Gimferrer

peregrinó mi corazón y trajo
de la sagrada selva la armonía.

Rubén darío


Rubén Darío Los hombres que inventaron la música, exhaustos por tan sublime creación, no acertaron a diferenciarla de la poesía ni de la danza. Concebían una única magnifestación, un único rapto de los rumbos del cuerpo para emigrar al presente, al instante, a las rendijas del alma. Coreografías del canto, versos en la música, sonidos bajo la danza, un inextricable discurso de sonido, palabra, movimiento que instaura cesuras en el tiempo.

En su Poética musical señalaba el gran Igor Stravinski que la música no era capaz de expresar nada por sí sola. Nuestro único modo de entender esta frase del maestro requiere añadir a su reflexión la palabra “unívoco”: La música no es capaz de expresar nada unívoco por sí sola, porque expresa algo diferente para cada persona. La ambigüedad de la danza no es menor. Cada gesto puede significarlo casi todo.

Por eso es tan importante el intérprete musical o el intérprete coreográfico: Es quien dota de intención y sentido a la equivocidad propia de música y danza. Es el médium, el filólogo del sonido o del gesto, el vicario del propio creador. Y tan poco importante el recitador. La poesía, contra lo que suele decirse, pertenece al ámbito de lo concreto, de lo repetible, de lo experimentable. Está llena de significados directos, de objetividad, lo cual permite que sea interpretada directamente por el lector. En una partitura, en una coreografía hay instrucciones, y la música y la danza se encuentran fuera del papel. En el poema, por contra, reside la poesía.

Notarios y contables responderán que la poesía está llena de ambigüedades, que no se expresa todo en toda ocasión, lo cual es cierto, pero este enfoque que toma una parte por el todo, aparte de ser involuntariamente poético a su vez, nos parece inadecuado. Despreciaremos íntimamente a aquellos que nos pregunten por el significado concreto de un sintagma poético. El lector de poesía es un explorador de cosas y de palabras, un hermeneuta del mundo al que se le otorga un mapa y una misión, y experimenta aquello que el poeta grande ha dispuesto. Los caminos del poema no son inescrutables.

En un cuadro también reside la pintura. No hay instrucciones dentro, ni tampoco se requiere un intérprete. La intención del pintor es ostensible. Se muestra directamente ante nosotros, aunque nuestra asimilación pudiera no ser inmediata. Ut pictura poiesis. La poesía es como la pintura, según Horacio.

La poesía transcurre, como la música y la danza, pero frente a ellas es objetiva, y además se manifiesta sin intermediarios, como la pintura. Participa en todas las demás artes, las eleva y depura, pero a su vez transporta ecos que proceden de sus inicios y del mundo en que ha sido escrita. Al igual que la respiración, que necesita del aire y del ritmo, la poesía no puede prescindir de las restantes artes. Es un viento que sopla dentro del lenguaje.

Lo poético es siempre un adjetivo que se aplica a sustantivos ordinarios —buena parte de los cuales no han sido hasta hoy censados: economía, justicia, generosidad—, y la poesía es en realidad una literatura poética.

La historia le sirve al hombre para alejarse de su pasado, lo cual en no pocas ocasiones es conveniente. Sin embargo en el arte con frecuencia el deseo de hacer historia, de alejarse del pasado, malogra el impulso y da lugar a expresiones sin esplendor. El hombre no empezó a escribir o a contar o a pintar o a imaginar por un sitio cualquiera. Empezó por el único sitio que hace siglos era posible. El verdadero artista siempre sitúa en sus creaciones referencias al origen.


JUVENTUD, DIVINO TESORO

En la ciudad nicaragüense de Metapa —antaño Chocoyos, actual Ciudad Darío— nació Rubén un 18 de enero de 1867. A los biógrafos les encanta decir que se llamaba Félix Rubén García Sarmiento, pero esto es casi falso. Es verdad que el padre se llamaba Manuel García y que la madre se llamaba Rosa Sarmiento, pero la familia paterna utilizaba el apellido Darío porque así se llamó un tatarabuelo del poeta. La bisabuela paterna ya firmaba como Rita Darío, de modo que siempre fue Rubén y siempre fue Darío el demiurgo que a los tres años ya sabía hablar y escribir correctamente.

Nació de padres separados. La madre se instala en San Marcos de Colón, ciudad hondureña cercana a la frontera con Nicaragua, y al poco tiempo se hacen cargo del pequeño los tíos abuelos maternos, el coronel Félix Ramírez Madrigal y Bernarda Sarmiento. El coronel fallece cuando el niño tiene cuatro años y Rubén Darío crece pensando que Bernarda es su madre y que Manuel —su padre biológico— es su tío. En su Autobiografía el poeta recoge una enternecedora coplilla que escribió de pequeño en un cuaderno.

Si este libro se perdiese,
como suele suceder,
suplico al que me lo hallase
me lo sepa devolver.
Y si no sabe mi nombre
aquí se lo voy a poner: Félix Rubén Ramírez.

El ambiente familiar es extraordinariamente religioso, aunque el propio poeta cuenta que carecía de vocación. A los trece años publica en El Termómetro, un diario de la ciudad de Rivas, en Nicaragua, sus primeros versos con motivo de la muerte del padre de un amigo.

Murió tu padre, es verdad
lo lloras, tienes razón,
pero ten resignación
que existe una eternidad
do no hay penas ...
Y en un trono de azucena
moran los justos cantando ...

A los trece años se encuentra fugazmente con su madre: «Un día, una vecina me llamó a su casa. Estaba allí una señora vestida de negro, que me abrazó y me besó llorando, sin decirme una sola palabra: La vecina me dijo: “Ésta es tu verdadera madre, se llama Rosa y ha venido a verte desde muy lejos.” Fue para mí una rara visión. Desapareció de nuevo. No debía volver a verla hasta más de veinte años después».

La juventud del poeta es pródiga en anécdotas que demuestran su increíble precocidad y audacia. Con catorce años frecuenta los ambientes masónicos y comienza a trabajar de redactor en el periódico La Verdad, de León. Sus críticas al gobierno le llevan a tener su primer encuentro con la policía. Unos diputados, que han oído hablar del poeta-niño, lo llevan a Managua y proponen una moción para que se le envíe a estudiar a Europa. En una fiesta que da el presidente se le solicita que lea un poema y Rubén declama una larga serie de décimas furiosamente antirreligiosas que malbaratan los planes de mandarlo al extranjero.

La naturaleza lujosa, aristocrática, grandisonante, perdidamente erótica del verso está presente en la obra de Rubén desde sus comienzos. Entre sus Poemas de adolescencia encontramos delicados sonetos que acaso correspondan al tiempo que rememora en su Autobiografía: «Vivía yo en casa del licenciado Modesto Barrios y este licenciado gentil me llevaba a visitas y tertulias. Una noche oí cantar a una niña. Era una adolescente de ojos verdes, de cabello castaño, de tez levemente acanelada, con esa suave palidez que tienen las mujeres de Oriente y de los trópicos. Me enamoré. Jamás escribiera tantos versos de amor como entonces».

Ninfa del prado, que a la vega sales
vertiendo aromas y regando flores;
que te meces en juncos tembladores
a la orilla de plácidos raudales;
que te bañas en líquidos cristales
al son del aire que murmura amores,
respóndeme: ¿has probado los dulzores
de la miel que se guarda en los panales?
Ninfa del prado: si probaste un día
la miel de los panales regalada,
¿no es verdad que esa miel es ambrosía?
Pues para el alma ardiente, enamorada,
Hay una miel más dulce todavía,
y es el sí de los labios de la amada.

Como ejemplo de la extraordinaria inquietud y capacidad verbal del poeta nos complace mencionar uno de estos poemas de adolescencia, el que se inicia con los versos «¿Viste/ triste/ sol?». Aquí Rubén, sin más arma que su suprema capacidad experimental, sin apenas lecturas de otros poetas, comienza con versos de dos sílabas y, paulatinamente, ganando una sílaba en cada estrofa, llega hasta el alejandrino. A continuación, en un proceso inverso, retorna al verso de dos sílabas.

A los quince años lee ante Joaquín Zavala, presidente de la república de Nicaragua, el poema en cien décimas El libro. Ofrecemos aquí las décimas once y doce.

¿Miráis en noche serena
reflejarse en la laguna
la blanca luz de la luna,
de melancolía llena?
¿Veis la nítida azucena?...
¿Escucháis el murmurío,
el eco dulce y sombrío
que modulan confundidas
náyades adormecidas
sobre las linfas del río.

¿Veis los cometas radiantes
que van a surcar la esfera
tendiendo su cabellera
de penachos rutilantes,
soles inmensos, errantes
cuya reluciente llama
por los espacios derrama
de chispas rojo torrente,
que de los cielos la frente
con los fulgores inflama?...

Viaja a El Salvador, y el presidente Zaldívar —«a quien no debo sino alabanzas y agradecimientos»— lo coloca como profesor interno en el Instituto Secundario que dirige Rafael Reyes. La narración del propio Darío nos muestra la naturaleza de su temperamento: «Llegar yo al puerto de La Libertad y poner un telegrama a su excelencia fue todo uno [...] Al cochero que me preguntó a qué hotel iba, le contesté sencillamente: “Al mejor”. [...] El presidente fue gentilísimo y me habló de mis versos y me ofreció su protección; mas cuando me preguntó qué era lo que yo deseaba contesté con estas palabras [...] que hicieron sonreír al varón de poder: “Quiero tener una buena posición social” [...] El doctor Zaldívar, siempre sonriendo, me contestó bondadosamente: ”Eso depende de usted” [...] Cuando llegué al hotel me entregaron quinientos pesos plata, obsequio del presidente».

Lee a los clásicos españoles y publica cuentos, poemas y artículos políticos en La Voz de Occidente, de León, y en el Diario Nicaragüense de Granada. Funda el diario El Imparcial de Managua, que llega a escribir casi al completo, y en ocasiones emplea el pseudónimo de Urdus. Se enreda de nuevo en amores con la Garza Morena, pero «a causa de la mayor desilusión que puede sentir un hombre enamorado» decide en 1886 partir hacia Chile por consejo del general y poeta Juan Cañas. Los biógrafos atribuyen la gran debilidad de Rubén por el alcohol a los desengaños amorosos de esta época. Embarca en el vapor Uarda: «Era yo el único pasajero. El capitán me tomó cariño; me obsequiaba en las comidas con buenos vinos del Rhin, cervezas teutónicas y refinados alcoholes. Y por el juego del dominó aprendí a contar en alemán. Visité todos los puertos del Pacífico».

Entra a trabajar en la revista La Época de Santiago, al tiempo que ejerce de corresponsal de El Imparcial y del Diario Nicaragüense. Se relaciona con toda la intelectualidad chilena y conoce a Eduardo Poirier, con quien escribe en diez días para un concurso la novela Emelina, que trata sobre la vida de los bomberos. La revista en la que trabaja publica un número dedicado a Campoamor y convoca un certamen en el que resulta ganadora la décima presentada por Rubén en honor del poeta. Aparece publicada mucho más tarde en el libro El canto errante.

Éste del cabello cano,
como la piel del armiño,
juntó su candor de niño
con su experiencia de anciano;
cuando se tiene en la mano
un libro de tal varón,
abeja es cada expresión
que, volando del papel,
deja en los labios la miel
y pica en el corazón.


BALMACEDA Y ABROJOS. EL MODERNISMO. AZUL ...

Colabora como cronista semanal del diario El Heraldo, pero se le despide a las cuatro semanas «por escribir muy bien». Conoce al presidente Pedro Balmaceda, que le consigue el puesto de inspector de aduanas en Valparaíso. El hijo del presidente —«no ha tenido Chile más poeta que él»— se convierte en su amigo íntimo y le publica en 1887 Abrojos.

Balmaceda es el dedicatario del apabullante Canto épico a las glorias de Chile, que resultó premiado en el certamen convocado por Pedro Varela, un millonario chileno. Resulta significativo que el concurso tuviera dos convocatorias. En la primera resultó premiado Rubén. En la segunda de ellas se pedía a los candidatos composiciones escritas a la manera de Bécquer, y en esta modalidad vence Eduardo de la Barra, futuro prologuista de Azul... En la dedicatoria del Canto épico leemos: «Señor: Si algo puede valer este canto a las glorias heroicas de Chile, mi segunda patria, acéptelo usted como un homenaje al hombre ilustre y como un recuerdo al padre de uno de mis mejores amigos». El poema hace honor a su título y no puede ser más reluciente. Escuchemos la segunda sección.

Los viejos Griegos, cuando el audaz volvía,
ligeramente erguido sobre el carro
de oro del triunfo el vencedor bizarro,
en heroica alegría,
al eco de las arpas victoriosas,
ponían en su casco la guirnalda
de laurel, y la palma de esmeralda
al caballo de guerra
que iba pisando rosas
regadas por la tierra.
Si sucumbían en feroz combate,
en los labios del vate
estaba la epopeya, y en el sacro
empuje del cincel el simulacro.
Nosotros los chilenos,
cual los viejos helenos,
dimos nuestras guirnaldas y canciones
a aquellos indomables batallones
que tornaron serenos
de luchar y vencer como leones,
y de salvar la patria como buenos [...]

En su Autobiografía da la impresión de que el poeta se ve forzado a llevar la vida licenciosa que le tiene siempre a la cuarta pregunta: «por circunstancias especiales e inquerida bohemia, llegaron para mí momentos de tristeza y escasez». Por intercesión del general Mitre se convierte en corresponsal del diario La Nación, de Buenos Aires, con lo que el poeta ve cumplida una antigua aspiración. Asegura haber comprendido en ese trabajo «el manejo del estilo» gracias a las enseñanzas de Paul Grossac, Santiago Estrada y el gran José Martí.

Abrojos es el breve libro poco recogido en antologías en el que aparece un Rubén popular, moralizante y sentencioso que en ocasiones tiene su gracia.

Soy un sabio, soy ateo;
no creo en Diablo ni en Dios ...
(... pero si me estoy muriendo,
que traigan el confesor).
_____________________

¿Dar posada al peregrino?
A uno di posada ayer;
y hoy prosiguió su camino
llevándose a mi mujer.

Pero el libro con el que Rubén comienza a modificar el rumbo de la poesía en lengua española es Azul ... Según cuenta en Historia de mis libros: «¿Cuál fue el origen de mi novedad? Mi reciente conocimiento de autores franceses del Parnaso, pues a la sazón la lucha simbolista apenas comenzaba en Francia y no era conocida en el extranjero. Fue Catulle Mendès mi verdadero iniciador [...] Luego vendrían otros anteriores y mayores: Gautier, el Flaubert de La tentation de St. Antoine, Paul de Saint Victor [...] Acostumbrado al eterno clisé español del Siglo de Oro, y a su indecisa poesía moderna, encontré [...] la aplicación de su manera de adjetivar, de ciertos modos sintáxicos, de su aristocracia verbal al castellano. Lo demás lo daría el carácter de nuestro idioma y la capacidad individual».

Lo cierto es que similar itinerario de reacción frente al romanticismo y al realismo imperantes hicieron muchos otros poetas hispanoamericanos de la época, no pocos de ellos antes que el propio Darío. Son los modernistas. Todos ellos conocen bien la tradición áurea hispánica y adoran la poesía que se está haciendo en Francia. Hasta donde sabemos amaban de manera semejante a parnasianos y simbolistas, sin que acaso supieran del todo de qué manera los segundos combatían a los primeros. Si bien se examina, el modernismo hispanoamericano heredó de los parnasianos franceses el amor por el oro, el oropel y la decadencia, mientras que de los simbolistas —que en lo formal siguieron siendo clásicos, salvo parte de Rimbaud y todo Lautréamont— recibieron el gusto por lo maldito, lo marginal, lo mórbido y lo siniestro —que son rasgos en general cercanos al romanticismo, todo sea dicho.

El modernismo hispanoamericano acaba definitivamente con el siglo XIX español —Núñez de Arce, Campoamor, Zorrilla, aunque éste tiene algunas orientales de estirpe rubendariana, e infinidad de otros autores menores— y supuso una renovación de la literatura hispánica que algunos autores comparan con la llevada a cabo por Garcilaso de la Vega. En ambos casos —frente al Marqués de Santillana o Juan de Mena, o los antecitados autores españoles— surge una poesía más flexible, elegante y culta basada en un nuevo léxico y un nuevo ritmo. Con las excepciones de Bécquer, ¿Ferrán?, Rosalía y cierto característico Espronceda, del siglo XIX español apenas se lee poesía.

Queremos recordar aquí a algunos de estos grandes ingenios: los mexicanos Salvador Díaz Mirón y Manuel Gutiérrez Nájera —acaso el más prerubeniano de todos—, el cubano Julián del Casal, el muy influyente uruguayo Julio Herrera y Reissig, el decadente argentino Leopoldo Lugones, el boliviano Eduardo Jaimes Freyre, o la infortunada uruguaya Delmira Agustini. Los materialistas literarios señalan que este movimiento panamericano se debió al surgimiento de una nueva clase adinerada que estaba deseosa de recibir novedades culturales europeas.

En 1888, el año de la muerte de su padre, Rubén publica Primeras notas —libro escrito entre 1884 y 1885 que contiene tanto piezas novedosas como tradicionales— y Azul... Para calibrar la importancia de esta obra es preciso empaparse de la pacata y larguilocuente poesía de la época. Aunque en su búsqueda Rubén contó con la ayuda de los poetas franceses, asombra la perfección suprema de un resultado que, según nuestro particular criterio, mejora la mayoría de los modelos. La consumada maestría sonora de nuestro poeta permanecerá siempre como uno de los grandes tesoros de la poesía en lengua española.

La primera edición de Azul... fue publicada en Valparaíso, la ciudad a la que el poeta ha emigrado por temor a la epidemia de cólera que se ha declarado en Santiago. Tiene dos partes: Cuentos en prosa y El año lírico. En Historia de mis libros leemos el porqué del título y otras interesantes reflexiones: «el azul era para mí el color del ensueño, el color del arte [...] Este primer libro se componía de un puñado de cuentos y de poesías que podrían calificarse de parnasianas [...] Con todos sus defectos, es de mis preferidas [...] contiene la flor de mi juventud, que exterioriza la íntima poesía de las primeras ilusiones y que está impregnada de amor al arte y de amor al amor».

El libro fue recibido en Chile con indiferencia. Sin embargo Juan Valera se ocupó de él en una de sus Cartas americanas que apareció publicada en El Imparcial. El escritor cordobés se enreda en una disquisición que se ha hecho famosa en torno al carácter nacional o el carácter individual que debe tener la literatura.

«El libro está impregnado de espíritu cosmopolita [...] Estando así disculpado el galicismo de la mente, es fuerza dar a usted alabanzas a manos llenas por lo perfecto y profundo de este galicismo; porque el lenguaje persiste español, legítimo y de buena ley, y porque si no tiene usted carácter nacional, tiene carácter individual [...] si Dios da a usted la salud que yo le deseo y larga vida, ha de desenvolverse y señalarse más con el tiempo en obras que sean gloria de las letras hispanoamericanas».

Como cuenta el estudioso Julio Ortega, entre los países hispanoamericanos apenas había comunicación, y el único modo posible de ejercer influencia en el continente exigía el paso por España. Por eso fueron tan importantes las reseñas de Juan Valera.

La totalidad de las piezas, tanto los cuentos como los poemas, había aparecido ya en la prensa chilena, donde la poesía rellenaba los huecos de las maquetaciones que más adelante rellenará la publicidad. El libro está dedicado en su primera edición —no en las dos siguientes— al magnate Federico Varela. El texto es puro Rubén. Concluye famosamente: «Señor, permitid que junto a las encinas de vuestro huerto, extienda mi enredadera de campánulas».

Pese a incluir textos en verso y en prosa, el libro nos parece profundamente unitario en su literatura, en su estilo, en el mundo que hay detrás de las palabras. El Rubén de los cuentos es el mismo Rubén de los versos. Escuchemos el arranque de La muerte de la emperatriz de la China, cuento incluido en la segunda edición.

       Delicada y fina como una joya humana, vivía aquella muchachita de carne rosada, en la pequeña casa que tenia unos tapices de color azul desfalleciente. Era su estuche.

       ¿Quién era el dueño de aquel delicioso pájaro alegre, de ojos negros y boca roja? ¿Para quién cantaba su canción divina, cuando la señorita Primavera mostraba en el triunfo del sol su bello rostro riente, y abría las flores del campo, y alborotaba la nidada?

Leamos el primer poema de Autumnal.

En las pálidas tardes
yerran nubes tranquilas
en el azul; en las ardientes manos
se posan las cabezas pensativas.
¡Ah los suspiros!¡Ah los dulces sueños!
¡Ah las tristezas intimas!
¡Ah el polvo de oro que en el aire flota,
tras cuyas ondas trémulas se miran
los ojos tiernos y húmedos,
las bocas inundadas de sonrisas,
las crespas cabelleras
y los dedos de rosa que acarician!

La primera edición de Azul... contenía muy pocos poemas: seis. En la segunda edición —publicada en Guatemala en 1890— Rubén incorpora las composiciones A un poeta, los tres Sonetos áureos —uno de los cuales es el célebre Caupolicán—, los seis sonetos de Medallones —de los que eliminará uno en la tercera edición, de 1905, dedicado a Parodi, un dramaturgo que perdió renombre— y tres poemas en francés —Echos, que serán suprimidos en la tercera edición—, más los comentarios de Juan Valera y unas notas propias que comentan el prólogo de Eduardo de la Barra que desaparecen en posteriores ediciones. Los estudiosos señalan que con estos añadidos, de temática predominantemente americana —con poemas dedicados a Whitman, a Salvador Díaz Mirón— o mitológica —A Venus—, Rubén pretendían alejarse del «galicismo mental» del que hablaba el escritor cordobés, pese a que la utilización de la rima cruzada en los cuartetos de los sonetos es de innegable estirpe francesa, y acaso el empleo de rima aguda en los versos pares también deba algo a la lengua de Victor Hugo.

A un poeta

Nada más triste que un titán que llora,
hombre-montaña encadenado a un lirio,
que gime, fuerte, que pujante, implora:
víctima propia en su fatal martirio.

Hércules loco que a los pies de Onfalia
la clava deja y el luchar rehúsa,
héroe que calza femenil sandalia,
vate que olvida la vibrante musa [...]

Deje Sansón de Dálila el regazo;
Dálila engaña y corta los cabellos.
no pierda el fuerte rayo de su brazo
por ser esclavo de unos ojos bellos.

En su primer viaje a España Rubén lleva ejemplares de su libro. La Biblioteca Nacional conserva el que dedicó a uno de sus mayores admiradores: Salvador Rueda. Sabemos que este mismo ejemplar fue el que, «embriagado», leía Juan Ramón Jiménez constantemente. Señalamos esta circunstancia porque la influencia de Rubén en el primer Juan Ramón es determinante, y tenemos para nosotros que dicha influencia fue mucho más duradera en la prosa del poeta español. Al margen de estos pocos ejemplares, y de esta importantísima influencia que hemos señalado, según el estudioso José María Martínez Azul... fue un libro apenas difundido en España.


ESPAÑA, PARÍS

Tras varios viajes que le llevan de nuevo a Chile y a su tierra, Rubén recibe del presidente de El Salvador, el general Francisco Menéndez, el encargo de fundar un diario que sirva de impulso al movimiento de unificación de Hispanoamérica: el diario La Unión. En casa de la viuda del orador Álvaro Contreras se enamora de Rafaela, una de las hijas. Rubén contrae matrimonio civil con ella y se ve inmediatamente obligado a abandonar el país con rumbo a Guatemala porque el general Menéndez es asesinado y desconfía de los partidarios del general golpista. Al llegar a Guatemala Rubén descubre que está a punto de estallar la guerra entre los dos países. En medio de gestiones un tanto rocambolescas el presidente guatemalteco hace a Rubén director y propietario de El Correo de la tarde, diario semioficial al que el poeta convierte en revista literaria. A los siete meses de la llegada de Ruben, Rafaela Contreras se desplaza a Guatemala y se celebra la ceremonia religiosa.

Se traslada a la ciudad de San José, donde nace su hijo Rubén Darío Contreras y encuentra trabajo como redactor de El Heraldo de Costa Rica. Nuevas dificultades le impulsan a retornar a Guatemala en busca de ayuda cuando sube al poder su amigo el general Reina Barrios. Rafaela y el niño quedan en Costa Rica con unos familiares. No consigue su objetivo, pero el presidente Roberto Sacasa le nombra secretario de la delegación nicaragüense que acude a España para los actos conmemorativos del cuarto centenario del Descubrimiento de América. En la ciudad de Colón embarca hacia España en compañía, entre otros, de Luis Debayle —el célebre poema Margarita, está linda la mar fue dedicado a Margarita Debayle—. Al paso por Cuba conoce a Julián del Casal.

En nuestro país Rubén se entrevista con las personalidades de la época: Cánovas, Castelar, Valera, Campoamor, Núñez de Arce, Pardo Bazán, Rueda. A todos ellos dedica afectuosos retratos en su Autobiografía que se leen con agrado. A juzgar por las atenciones con las que fue recibido, Rubén Darío debía de ser sinceramente admirado por todos. A nosotros nos conmueve especialmente el texto que dedica al gran José Zorrilla, que vivía en la indigencia:

Un día, en un hotel que daba a la Puerta del Sol [...] entró un viejo cuyo rostro no me era desconocido por fotografías y grabados. Tenía un gran lobanillo o protuberancia a un lado de la cabeza. Su indumentaria era modesta; pero en los ojos le relampagueaba el espíritu genial [...] yo me sentí profundamente conmovido. Era don José Zorrilla, “el que mató a Don Pedro y salvó a Don Juan...” Vivía en la pobreza, mientras sus editores se habían llenado de millones con sus obras. Odiaba su famoso Tenorio... Poco tiempo después, la viuda tenía que empeñar una de las coronas que se ofrendaran al mayor de los líricos de España.

En el viaje de regreso hace escala en Cartagena de Indias y, a través de una gestión del ex presidente colombiano Rafael Núñez, se le nombra cónsul general en Buenos Aires. Por fin Rubén consigue la seguridad económica que tanto ansiaba y que tanto iba a favorecer la nefasta vida bohemia que destruyó su salud.

La vida del poeta entra en un torbellino de episodios que parecen sacados de una novela de enredo: Le llega un telegrama de El Salvador —a donde no puede regresar porque se lo impide el golpista general Ezeta— informándole de que su esposa está muy grave. A los pocos días llega la noticia del fallecimiento. Del niño se hace cargo su concuñado, el banquero don Ricardo Trigueros. El poeta se emborracha durante ocho días y, en un cierto momento, consigue regresar a la consciencia: Junto a él hay dos señoras. Una es su madre, Rosa Sarmiento, a la que no recordaba, y la otra es su hermana Lola, de cuya existencia tiene ahora noticia.

En la ciudad de Managua, durante un nuevo episodio alcohólico, sucede algo estupefaciente y folletinesco. Perdidamente borracho, contrae matrimonio con Rosario Murillo, la Garza Morena, pero al día siguiente se le hace creer que todo ha sido una pesadilla. Al cabo de un mes, cuando decide partir de Nicaragua, se le informa de que en realidad está unido indisolublemente a aquella mujer: Lo que el poeta había tomado por una ensoñación o una pesadilla había sucedido realmente. En su Autobiografía, al llegar este episodio el poeta señala que no puede relatarlo «por muy poderosos motivos». Pese a la aflicción que le produce el suceso, se conservan cartas posteriores en las que, por ejemplo, leemos frases como «tu recuerdo me acompaña siempre, y tengo continuamente una verdadera sed de ti» dirigidas a la Garza Morena.

Finalmente recibe su nombramiento oficial como cónsul de Colombia en Argentina y una abundante suma de dinero. Antes de partir a Buenos Aires quiere conocer a dos personas: José Martí y Verlaine. Al primero lo encuentra en Nueva York, donde vivía entregado a la causa libertadora de Cuba: «Escribía una prosa profusa, llena de vitalidad y de color, de plasticidad y de música. Se transparentaba el cultivo de los clásicos españoles y el conocimiento de todas las literaturas antiguas y modernas; y, sobre todo, el espíritu de un alto y maravilloso poeta [...] nunca he encontrado, ni en Castelar mismo, un conversador tan admirable [...] Su palabra suave y delicada en el trato familiar, cambiaba su raso y blandura en a tribuna, por los violentos cobres oratorios. Arrastraba muchedumbres. Su vida fue un combate».

En su Autobiografía Rubén cuenta que de pequeño rezaba para no morirse sin conocer París. Cuando llega a la ciudad va a la busca de Enrique Gómez Carrillo, a quien conoce desde su etapa guatemalteca al frente de El Correo de la Tarde. Su amigo está relacionado con todos los «dioses, semidioses y corifeos» del movimiento simbolista. Rubén tan sólo chapurrea algo de francés —lo que no deja de ser curioso, dado el fervor que sentía por la poesía francesa— y Gómez Carrillo apenas puede atenderle, pero le presenta al pobre bohemio Alejandro Sawa —«su sonrisa era semidulce, semiirónica. Estaba impregnado de literatura. Hablaba en libro. Era gallardamente teatral. Poor Alex!»—. De él se contaban anécdotas maravillosas que recoge el propio Rubén en el fabuloso prólogo que le escribe al libro Iluminaciones en la sombra, como que había ido a Paris exclusivamente para conocer a Victor Hugo. Al parecer el anciano escritor le había dado un beso en la frente y Sawa no había vuelto a lavarse desde entonces la cara.

Sawa es quien finalmente le presenta a Verlaine —a quien, con ocasión de su muerte, Darío dedicará en Prosas profanas uno de sus poemas más asombrosos—. La anécdota se ha hecho muy célebre: «Cierta noche, en el café d’Harcourt, encontramos al Fauno, rodeado de equívocos acólitos [...] Se conocía que había bebido harto [...] Nos acercamos con Sawa, quien me presentó: “Poeta americano, admirador, etc.” Yo murmuré en mal francés toda la devoción que me fue posible y concluí con la palabra gloria [...] el caso es que, volviéndose a mí y sin cesar de golpear la mesa, me dijo en voz baja y pectoral: “La gloire! ... La gloire!... Merde... Merde encore».

Verlaine. Responso

Padre y maestro mágico, liróforo celeste
que al instrumento olímpico y a la siringa agreste
          diste tu acento encantador;
¡Panida!¡Pan tú mismo, que coros condujiste
hacia el propíleo sacro que amaba tu alma triste
          al son del sistro y del tambor!

Que tu sepulcro cubra de flores Primavera;
que se humedezca el áspero hocico de la fiera,
          de amor si pasa por allí;
que el fúnebre recinto visite Pan bicorne;
que de sangrientas rosas el fresco Abril te adorne,
          y de claveles de rubí.

Que si posarse quiere sobre la tumba el cuervo,
ahuyenten la negrura del pájaro protervo
          el dulce canto de cristal
que Filomena vierta sobre sus tristes huesos,
o la harmonía dulce de risas y de besos,
          de culto oculto y florestal.

Que púberes canéforas te ofrenden el acanto;
que sobre tu sepulcro no se derrame el llanto,
          sino rocío, vino, miel;
que el pámpano allí brote, las flores de Citeres,
¡y que se escuchen vagos suspiros de mujeres
          bajo un simbólico laurel [...]

Qué poema tan infinitamente hermoso, tan emocionante. Que el pámpano allí brote. ¿Qué dios podría decir esto? Según Darío, Verlaine, que no sabía español, solía recitar el verso de Góngora «A batallas de amor campo de plumas». Nuestro poeta se despide de París no sin doctorarse en aventuras de fácil galantería. Escuchemos el párrafo en el que describe sus andanzas. Es como para no dejar de leerlo nunca:

De sobremesa, cuando bebéis champaña, el fauno caprípede os está haciendo señas bajo el citiso. La canción del champaña enardece la pasión. Cuando el champaña suena sus clarines dorados, se estremecen las murallas de la virginidad. ¿Qué pájaro cristalino y mágico canta en la copa a trino por burbuja? Venus pasa en su concha de nácar, impulsada por los locos genios del placer.


PROSAS PROFANAS

Finalmente Rubén llega a Argentina, pero la muerte del ex presidente Rafael Núñez hace que el gobierno colombiano cierre el consulado de Buenos Aires. Según el estudioso nicaragüense Ricardo Llopesa los años que pasa el poeta en esta ciudad están llenos de bohemia, meditación, estudio y creatividad. Junto al poeta boliviano Ricardo Jaimes Freyre funda La Revista de América, pero el administrador italiano se escapa con la tesorería y la revista deja de publicarse. En España Leopoldo Alas Clarín publica en La Prensa una ácida diatriba contra Rubén:

El señor Darío es muy decidor, no cabe negarlo; pero es mucho más cursi que decidor y para corromper el gusto y el idioma y el verso castellano, ni pintado. No tiene en la cabeza más que una indigestión cerebral de lecturas francesas y el prurito de imitar en español ciertos desvaríos de los poetas franceses de tercer orden [...] El tal Rubén Darío no es más que un versificador sin jugo propio, como hay ciento, que tiene el tic de la imitación, y además escribe, por falta de estudio o sobra de presunción, sin respeto de la gramática ni de la lógica [...]

La respuesta de Darío al gran novelista —Rubén fue siempre muy militante y, como Robert Schumann, como Wagner, como Richard Strauss, se las tuvo tiesas a sus críticos— es un modelo de ecuanimidad, firmeza, pedagogía y educación: «A Rubén Darío le revientan más que a Clarín todos los afrancesados cursis, los imitadores desgarbados, los coloretistas, etcétera [...] Clarín debe procurar conocer lo que vale de las letras americanas. Estúdienos y así podrá apreciar justamente lo que hay de bueno entre nosotros. Y por un galicismo, o un neologismo, no condene una obra».

Afortunadamente fueron muchos más los que supieron ver lo que traía Darío: Juan Ramón, el 27 —con la notable excepción de Cernuda—. En realidad nada en Rubén es nuevo, pero sí es nueva la combinación de Ovidio, de Verlaine, de Gautier, de Hugo con el talento supremo, irrepetible para la versificación.

En Nicaragua Rosario Murillo da a luz un hijo, Darío Darío, que fallece a los pocos días. Al año siguiente, en 1895, muere su madre. Para recuperarse de sus desvaríos alcohólicos pasa un tiempo en la isla Martín García con el doctor Prudencio Plaza. Con el fin de incrementar sus ingresos entra a trabajar como secretario del director general de Correos de Buenos Aires. Rubén comienza a publicar en el diario La Nación una serie de artículos sobre personalidades literarias que publicará en 1896 con el título de Los raros al tiempo que escribe la mayor parte de los poemas de su siguiente libro: Prosas profanas, financiado por Carlos Vega Belgrano, propietario del diario El Tiempo con el que también colabora Darío. Aquí conoce a otro importante poeta, hoy algo olvidado, por el que siente sincera admiración: el argentino Leopoldo Lugones.

Prosas profanas y otros poemas es el libro de poesía más innovador y más bello aparecido en lengua española desde el Siglo de Oro, por la diversidad de metros, por léxico, por ritmo, por elegancia temática, por sonoridad, por tono, por aliento. Se trata de una obra superlativa y sublime que el propio Darío será incapaz de superar en su producción posterior y por sus páginas pasan algunas fronteras de lo que puede ser dicho. Está tocado por la gracia y es un sagrado tesoro verbal que todo verdadero amante de la lengua española y de la poesía debe conocer. Destaca el empeño de Rubén por rescatar metros en desuso, como los dodecasílabos o los pies de la poesía griega.

El libro conoció dos ediciones. La primera, de 1896, consta de treinta y tres poemas. La edición de 1901 incorpora otros veintiuno. Se inicia con la sección que da título al libro. En ella encontramos buena parte de los poemas que aparecen en todas las antologías de Rubén Darío. Sobre el poema que recogemos a continuación, el primero del libro, Darío declara haberlo escrito siguiendo la poética de Verlaine: , la música ante todo:

Era un aire suave, de pausados giros;
el hada Harmonía ritmaba sus vuelos;
e iban frases vagas y tenues suspiros
entre los sollozos de los violoncelos.

Sobre la terraza, junto a los ramajes,
diríase un trémolo de liras eolias
cuando acariciaban los sedosos trajes
sobre el tallo erguidas las blancas magnolias.

La marquesa Eulalia risas y desvíos
daba a un tiempo mismo para dos rivales,
el vizconde rubio de los desafíos
y el abate joven de los madrigales [...]

Los poemas maravillosos se suceden: Divagación, Sonatina, Bouquet, Garçonnière; Ite, missa est. El originalísimo poema Heraldos es realmente sorprendente porque por primera vez aparece el verso libre en lengua española: No hay rima, no hay metro que siga una secuencia y, si se nos permite la hipótesis, con su estilo dramatizado, visionario y sonámbulo anticipa la obra de Federico García Lorca y al Valle Inclán de La Marquesa Rosalinda. Se trata de una genialidad que, hasta donde sabemos, no ha captado el interés de los comentaristas, acaso desconcertados por la apabullante acumulación de prodigios.

La segunda sección incluye un único poema largo, Coloquio de los centauros, que tiene el aplomo y la intemporalidad de una creación de Homero, Dante o Góngora. Acaso sea la creación máxima de Rubén y uno de los poemas importantes en lengua española. A nuestro juicio es sumamente adecuado su lugar en la ordenación, ya que sirve de contrapunto a la delicuescente y aérea parte anterior y nos muestra al no muy frecuente Rubén sapiencial. Siempre nos preguntaremos por qué el poeta no pulsó más generosamente esta lira.

La sección Varia se abre con un poema conmovedor que Rubén dedica a su esposa desaparecida: El poeta pregunta por Stella.

Lirio divino, lirio de las Anunciaciones;
lirio, florido príncipe,
hermano perfumado de las estrellas castas,
joya de los abriles.

A ti las blancas dianas de los parques ducales,
los cuellos de los cisnes,
las místicas estrofas de cánticos celestes
y en el sagrado empíreo la mano de las vírgenes.

Lirio, boca de nieve donde sus dulces labios
la primavera imprime,
en tus venas no corre, la sangre de las rosas pecadoras,
sino el ícor excelso de las flores insignes.

Lirio real y lírico
que naces con la albura de las hostias sublimes
de las cándidas perlas
y del lirio sin mácula de las sobrepellices,
¿has visto acaso el vuelo del alma de mi Stella,
la hermana de Ligeia, por quien mi canto es a veces tan triste?

Y continúa con otro poema supremo de endecasílabos de gaita gallega que escribió como prólogo para el libro En tropel, del «vibrante, sonoro y copioso Salvador Rueda, gloria y decoro de las Andalucías». Entre los restantes poemas de la sección abundan las dedicatorias a escritores y periodistas amigos. El poema Epitalamio bárbaro se lo dedica a su querido Lugones.

La sección siguiente, Verlaine, contiene dos poemas: El célebre Responso que incluíamos parcialmente, y Canto de la sangre. Es fama que Federico García Lorca, para mofarse de Rubén Darío, decía que del verso perteneciente al Responso «que púberes canéforas te ofrenden el acanto» sólo se entendía la palabra que.

La sección quinta, Recreaciones arqueológicas, está dedicada a Julio Lucas Jaimes, escritor y poeta boliviano padre de su amigo Ricardo Jaimes Freire. Las palabras de Darío sobre los dos poemas que contiene ponen de manifiesto la incomprensión con que muchos recibieron su obra: .

La primera edición de Prosas profanas concluye con El reino interior. Se trata de un poema misterioso que está dedicado al poeta portugués Eugenio de Castro, al que Rubén había traducido. Rubén describe un encuentro amoroso entre siete princesas y siete mancebos que representan respectivamente a las siete Virtudes y a los siete Pecados Capitales. Junto con el Coloquio quizá sea el poema más interesante del libro, aunque sentimos que queda como interrumpido y que Rubén hubiera podido desarrollar más estrofas. Lleva una cita de Poe —«with Psychis my soul!»— y según el crítico Ignacio M. Zulueta acusa la influencia de Dante Gabriel Rosetti. Pensamos nosotros que a quien se acerca aquí realmente Rubén es al Rimbaud de Una temporada en el Infierno, por las referencias malditistas e infernales, aunque la opulencia, el lujo y sensualidad propias del poeta estén siempre presentes. En su primera estrofa contiene un último verso audaz, inesperado, en forma de nota incluida dentro del propio poema.

Una selva suntuosa
en el azul celeste su rudo perfil calca.
Un camino. La tierra es de color de rosa,
cual la pinta fra Domenico Cavalca
en sus Vidas de santos. Se ven extrañas flores
de la flora gloriosa de los cuentos azules,
y entre las ramas encantadas, papemores
cuyo canto extasiara de amor a los bulbules.
(Papemor: ave rara. Bulbules: ruiseñores.) [...]

La edición de París de 1901 contiene adiciones significativas: Cosas del Cid, que está presente en todas las antologías, y la sección llena de encanto Decires, layes y canciones, donde incluye poemas escritos a la manera de poetas del Cancionero: Johan de Duenyas, Johan de Torres, Valtierra, Pedro de Santa Ffe.

LAY

¿Qué pude yo hacer
para merecer
la ofrenda de ardor
de aquella mujer
a quien, como Ester,
maceró el Amor?

Intenso licor,
perfume y color
me hicieron sentir
su boca de flor;
dile el alma por
tan dulce elixir.

En la sección final, Las ánforas de Epicuro, Rubén incluye doce sonetos y una marina. Los sonetos más valiosos son, a nuestro juicio La fuente y Yo persigo una forma, por el aire confesional y autobiográfico del primero y el carácter metapoético del segundo.

Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo,
botón del pensamiento que busca ser la rosa;
se anuncia con un beso que en mis labios se posa
al abrazo imposible de la Venus de Milo.

Adornan verdes palmas el blanco peristilo;
los astros me han predicho la visión de la Diosa;
en mi alma reposa la luz como reposa
el ave de la luna sobre un lago tranquilo.

Y no hallo sino la palabra que huye,
la iniciación melódica que de la flauta fluye
y la barca del sueño que en el espacio boga;

y bajo la ventana de mi Bella-Durmiente,
el sollozo continuo del chorro de la fuente
y el cuello del gran cisne blanco que me interroga.


LA VIDA Y EL VÉRTIGO. EL DESASTRE DEL 98. PARÍS

El almirante Dewey destruyó la flota española de Oriente en Manila, y el vicealmirante Sampson liquida la flota americana en Santiago. Pese a ser partidario de los indígenas —recúerdese el majestuoso soneto dedicado a Caupolicán, de Azul...— Rubén se alinea con España: [...] El ideal de estos calibanes está circunscrito a la bolsa y a la fábrica. Comen, comen, calculan, beben whisky y hacen millones. Cantan Home, sweet home!, y su hogar es una cuenta corriente, un banjo, un negro y una pipa».

El 3 de diciembre parte de Buenos Aires como corresponsal de La Nación hacia España. Tras pasar por Barcelona, donde hace amistad con el gran Rusiñol, llega a Madrid. La impresión de decadencia es inevitable, y el diagnóstico, preclaro: [...] los políticos agotan sus energías en batallas de grupos aislados sin preocuparse de la suerte común, sin buscar el remedio del daño general, de las heridas en la carne de la nación».

Conoce al gran Mariano de Cavia —«es el perfecto periodista»— y se reencuentra con Castelar —«enfermo, decaído, entristecido, una ruina, en vísperas de su muerte»—. Pero no todo es decadencia. Vuelve a coincidir con Sawa y hace nuevos camaradas, los noventayochistas (y anexos): charmeur Jacinto Benavente, el robusto vasco Baroja, otro vasco fuerte, Ramiro de Maeztu [...] los hermanos Machado, Francisco Villaespesa, Juan Ramón Jiménez [...] el hoy triunfador Marquina». Tiene palabras elogiosas para el infortunado Ángel Ganivet, quien tras ser rescatado de las aguas del Duina, volvió a arrojarse por segunda y ultimísima vez. Muestra aprecio verdadero por Núñez de Arce y por Campoamor. Firma con otros escritores y poetas en contra de Echegaray —«Mi inquina era excesiva ... Juventud, divino tesoro [...] su enciclopedismo de nociones en este tiempo de las especialidades le coloca en una situación que fuera de su país sería poco grata para su orgullo».

Hace amistad «de ambrosías y, sobre todo, de néctares» con uno de nuestros escritores máximos, Valle-Inclán —«ha crecido como un bello león: Perdió su brazo, pero parece que por allí le hubiese brotado una nueva garra invisible [...] Las Sonatas de las cuatro estaciones tendrán una repercusión incomparable en la historia de las letras castellanas»—, quien, por cierto, retrata al gran cisne de modo certero e implacable en Luces de bohemia. Su relación con Unamuno, como todo lo que tiene que ver con este ególatra escritor, ripioso poeta y pensador sobrevalorado, es conflictiva, compleja, aunque el vasco adusto y trasnochado acabó reconociendo, con Rubén ya muerto, lo que no había más remedio que reconocer en una carta de 1916. Al margen de dimes y diretes que hoy poco importan, en una carta que le escribe al malhumorado guardián de no se sabe muy bien qué, encontramos una confesión que nos describe con nitidez el estado de ánimo del nicaragüense: «Yo continúo aquí en una soledad mental desesperante. Le aseguro que cada día me encuentro más extranjero en este medio».

La biografía y el vértigo no se detienen. Con treinta y tres años, en 1899, está a punto de casarse por tercera vez. Conoce en la pensión de la calle Mayor donde está alojado a Francisca Sánchez, una mujer analfabeta hija de un guarda de la Casa de Campo. Al año siguiente se traslada a la casa de Francisca, en la calle Marqués de Santa Ana. El poeta enseña a su amada a leer y escribir y se casará con ella en 1901. En 1900 había nacido, y muerto a los pocos días, su hija Carmen Darío Sánchez.

La Nación le encarga cubrir la Exposición Universal de París. Se reencuentra con su amigo, el nefasto Gómez Carrillo, y también frecuenta la compañía de Nervo. Las anécdotas en torno a las proezas dipsómanas de Rubén alcanzan proporciones mitológicas. En compañía del pintor Henri de Groux encuentra en una tienda noventa litros de cierto licor nicaragüense. Tardaron quince días en dar cuenta de la espeluznante remesa. Según el relato de Juan González Olmedilla, de madrugada Rubén asomaba al balcón dando voces y recitaba versos «a los trasnochadores transeúntes, a las buenas gentes madrugadoras, a la luna, a las estrellas».

Gómez Carrillo le presenta a Oscar Wilde. El inglés está en la últimas. Si hemos de creer las páginas que le dedica Rubén en su Autobiografía y en Peregrinaciones, debía de resultar alguien patético: «Rara vez he encontrado una distinción mayor, una cultura más elegante y una urbanidad más gentil. Hacía poco que había salido de la prisión. Sus viejos amigos franceses, que le habían adulado y mimado en tiempo de riqueza y de triunfo, no le hacían caso. Le quedaban apenas dos o tres fieles de segundo orden».

Recorre Italia y retorna a la capital de Francia. En 1901 viaja por Bélgica, Inglaterra, Alemania, Hungría. Paso por Madrid para casarse con Francisca Sánchez. Encuentro con Juan Ramón Jiménez: «Oscuro, muy indio y mogol de facciones. Me pareció más pequeño, más insignificante [...] Pasó entonces de prisa, camino de Málaga, a curarse una bronquitis alcohólica en el clima inocente. Desde allí me mandó para la revista Helios la soberbia Oda a Roosevelt. Francisco A. de Icaza lloró de emoción cuando yo, en un tranvía, le enseñé el manuscrito de la oda». Prologa Ninfeas, el libro primero del poeta español. Juan Ramón nos ha legado el que acaso sea el retrato más patético del poeta.

Yo solía suplicarle al gran poeta que no bebiera whisky ni coñac Martel Tres Estrellas en la forma que los bebía. El alcohol lo idiotizaba, bebido era monstruoso, una especie de hipopótamo callado [...] Una noche me lo encontré en la calle de las Veneras sentado en el suelo, la cabeza en la pared, abierta la levita, y el sombrero de copa y los guantes en el arroyo.

En 1905, año de la muerte de su segundo hijo con Francisca Sánchez, el pequeño apodado Phocás, publica Cantos de vida y esperanza, Los cisnes y Otros poemas. Están dedicados a Nicaragua y a la República Argentina. El poeta envió los poemas a Juan Ramón para que los ordenara. El prólogo tiene el interés habitual de todo texto de Rubén. Tras algunas consideraciones en torno al empleo de los hexámetros clásicos, señala: «Yo no soy poeta para las muchedumbres. Pero sé que indefectiblemente tengo que ir a ellas». En efecto, al igual que Prosas profanas, el libro incluye algunos de los poemas más populares de la literatura en lengua española.

«Si Azul... simboliza el comienzo de mi primavera, y Prosas profanas mi primavera plena, Cantos de vida y esperanza encierra las esencias y savias de mi otoño».

El tono poético de Rubén ha cambiado. Abandona el lujo, el artificio, lo hipotético. Si lo trágico, lo pesimista, lo reflexivo, había sido hasta ahora un elemento ocasional de su poesía, ahora es el elemento predominante, y abundan los poemas que se refieren a la actualidad o al momento biográfico del poeta. El libro se abre con uno de los poemas más justamente célebres de toda su obra. Impresiona la fusión de elementos melancólicos, confesionales y elegantemente patéticos que encierra esta verdadera epístola moral a sí mismo. Es el Rubén supremo. Cada palabra dice algo.

Yo soy aquel que ayer no más decía
el verso azul y la canción profana,
en cuya noche un ruiseñor había
que era alondra de luz por la mañana.

El dueño fui de mi jardín de sueño,
lleno de rosas y de cisnes vagos;
el dueño de las tórtolas, el dueño
de góndolas y liras en los lagos;

y muy siglo diez y ocho y muy antiguo
y muy moderno, audaz, cosmopolita;
con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo,
y una sed de ilusiones infinita.

Yo supe del dolor desde mi infancia,
mi juventud ... ¿fue juventud la mía?
Sus rosas aún me deja su fragancia...
una fragancia de melancolía...

En un homenaje dispensado en el Ateneo de Madrid por la Unión Intelectual Hispanoamericana Rubén declama su apabullante Salutación del optimista. A lo largo de los años hemos detectado en no pocas ocasiones cierta displicencia hacia esta composición megalocuente y grandiosa, total, originalísima. Juan Ramón Jiménez recuerda que «Rubén Darío fue oído por todos con un silencio absoluto y clamoreado al terminar». El propio andaluz cuenta que esta muestra de genio había sido escrita al dictado entre trago y trago de whisky: «Unas veces escribía el secretario, otras quien estuviera en la habitación, la criada, yo, el pupilero, algún poeta joven de la bohemia madrileña». El poema esta emparentado —por el tema, por el empleo de los hexámetros— con La marcha triunfal, otra magnífica composición de este libro escrita diez años antes.

El libro, al igual que Prosas profanas, es un pastiche de temática heterogénea, aunque predominen la religión —Los tres reyes Magos, Spes, Canto de esperanza, Cháritas—, España —Cyrano en España, Al rey Oscar— y la mitología —Pegaso, Helios, Leda—, aparte de las ya mencionadas alusiones autobiograficas —A Phocás el campesino, Canción de otoño en primavera—. La unidad viene del tono. Esto sólo podía escribirlo Rubén.

Por la emoción de sus versos elegimos el impresionante soneto de resonancias hernandianas dirigido al hijo infortunado.

Phocás el campesino, hijo mío, que tienes,
en apenas escasos meses de vida, tantos
dolores en tus ojos que esperan tantos llantos
por el fatal pensar que revelan tus sienes...

Tarda en venir a este dolor adonde vienes,
a este mundo terrible en duelos y en espantos;
duerme bajo los Angeles, sueña bajo los santos,
que ya tendrás la vida para que te envenenes...

Sueña, hijo mío, todavía, y cuando crezcas,
perdóname el fatal don de darte vida
que yo hubiera querido de azul y rosas frescas;

pues tú eres la crisálida de mi alma entristecida,
y te he de ver en medio del triunfo que merezcas
renovando el fulgor de mi psique abolida.

Con motivo del tercer centenario de El Quijote escribe Letanía de nuestro señor don Quijote, poema superlativo en el que encontramos nuevos elementos autobiográficos y metapoéticos de gran interés. A causa del desbarajuste alcohólico del poeta la lectura en los actos conmemorativos debe ser realizada por Gregorio Martínez Sierra.

Escucha los versos de estas letanías,
Hechas con las cosas de todos los días
Y con otras que en lo misterioso vi. [...]

¡Ruega por nosotros, hambrientos de vida,
Con el alma a tientas, con la fe perdida [...]

¡Ruega por nosotros, que necesitamos
Las mágicas rosas, los sublimes ramos [...]

No pocos estudiosos señalan que Cantos es el libro más alto del cisne. Quién sabe. Junto a innegables cumbres eximias de la literatura en lengua española y universal, como el legendario poema último, Lo fatal, en ocasiones tiene un cierto aire kitsch y desproporcionado. Cyrano visita España parece una asamblea de superhéroes de cómic y A Roosevelt preludia cierto Neruda vociferante. La inocencia y el encanto —arriesgadísimos en ocasiones— de Prosas profanas son sustituidas por una variedad de tonos en la que confluye lo hondísimo y lo impostado, lo heroico y lo epidérmico, lo confesional y lo atrabiliario. En cualquier caso, se trata de un grandioso libro crepuscular.


EL CASTILLO INTERIOR. DE NUEVO LA GARZA MORENA. EL CANTO ERRANTE

En Historia de mis libros leemos un párrafo esencial: «En mí existe, desde los comienzos de mi vida, la profunda preocupación del fin de la existencia, el terror a lo ignorado [...] En mi desolación me he lanzado a Dios como un refugio, me he asido de la plegaria como de un paracaídas. Me he llenado de congoja cuando he examinado el fondo de mis creencias, y no he encontrado suficientemente maciza y fundamentada mi fe [...] Y el mérito principal de mi obra, si alguno tiene, es el de una gran sinceridad, el de haber puesto “mi corazón al desnudo”, el de haber abierto de par en par las puertas de mi castillo interior [...] Después de todo, todo es nada».

Además de publicar los Cantos, en 1905 aparece la cuarta edición de Azul... y la segunda edición, corregida y aumentada, de Los raros. Pasa el invierno de 1906 en Mallorca y comienza una novela que dejará inacabada: La isla de oro. El ministerio de Asuntos Exteriores de Nicaragua le nombra secretario de la delegación de su país que asiste a la Conferencia Panamericana de Río de Janeiro. Es recibido entusiásticamente en Buenos Aires. Paso por Madrid en calidad de miembro de la Comisión de Límites con Honduras.

En 1907 Rosario Murillo reaparece en su vida. Acude a París, donde a la sazón se encuentra el matrimonio. Rubén huye pero finalmente se encuentra con ella en Brest. Rosario reclama sus derechos como legítima esposa y, aunque rechaza la separación matrimonial, el plato de lentejas le cuesta a Rubén dos mil francos. Nace en París su tercer hijo con Francisca Sánchez: Rubén Darío Sánchez, apodado Guicho o Guichín.

A finales de año regresa a Nicaragua, donde se le recibe apoteósicamente. Infructuosos intentos de separarse de Rosario. Nuevas ediciones de sus libros y nueva publicación: El canto errante, libro dedicado «A los nuevos poetas de las Españas» en el que se percibe un desgaste de las fórmulas poéticas. En general los estudiosos coinciden en señalar que la obra de Rubén posterior a Cantos de vida y esperanza no añade grandeza a la personalidad poética del genio. Sin embargo también pueden encontrarse momentos hermosos en estas obras del Rubén más tardío. El prólogo, interesantísimo, tiene también su pequeña presencia aquí:

Podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía, dijo uno de los puros. Siempre habrá poesía y siempre habrá poetas. Lo que siempre faltará será la abundancia de los comprendedores [...] La palabra no es en sí más que un signo, o una combinación de signos; mas lo contiene todo por la virtud demiúrgico. [...] Y el arte de la ordenación de las palabras no deberá estar sujeto a la imposición de yugos, puesto que acaba de nacer la verdad que dice: el arte no es un conjunto de reglas, sino una armonía de caprichos [...] La poesía existirá mientras exista el problema de la vida y la muerte. El don de arte es un don superior que permite entrar en lo desconocido de antes [...] No hay escuelas; hay poetas. El verdadero artista comprende todas las maneras y halla la belleza bajo todas las formas. Toda la gloria y toda la eternidad están en nuestra conciencia.

Aunque denota cierto envaramiento, acaso la composición más importante de este libro sea la extensa Oda a Mitre, que había aparecido publicada de manera exenta en 1906. Ofrecemos el segundo poema.

A la sabia y divina Themis
colocaron las Parcas, según Píndaro,
en un carro de oro para ir hacia el Olimpo.
Que las tres viejas misteriosas
hayan parado en un momento
—el instante de un pensamiento—
el trabajo continuo de sus manos,
cuando, de un lauro y una palma
precedida, ha pasado el alma
de Aquel que los americanos
miraron hace tiempo trasladado y fundido
en el metal que vence la herrumbre del olvido.

En 1908 se le nombra embajador en Madrid. Acude a la capital de España y se aloja en la puerta del Sol, en el hotel de París. Establece la embajada en la calle Serrano 27. Las condiciones económicas son de gran pobreza. Va a presentar sus credenciales ante el rey Alfonso XIII, pero el traje de embajador no llega a tiempo de París. El embajador de Colombia le presta el atuendo, y con él comparece en una de sus fotos más célebres y conmovedoras. Impresiona la fe que este hombre tenía en la mirada.


POEMA DEL OTOÑO. CANTO A LA ARGENTINA

Rubén es nombrado embajador de Nicaragua en los actos de conmemoración del centenario de la Independencia de México, pero el gobierno que le nombró es derrocado mientras el poeta se dirige a la capital azteca. El dictador Porfirio Díaz se niega a recibirlo, pero el pueblo mexicano lo aclama. Rubén marcha a Cuba e intenta suicidarse. Los Estados Unidos colocan en la presidencia de Nicaragua a Juan José Estrada y Rubén regresa a París. Comienza a colaborar con los diarios madrileños El Imparcial y El Heraldo.

Publica Poema del otoño y otros poemas. En algunas piezas asoma de nuevo el delicadísimo Rubén rosa de las Prosas profanas, como en el célebre poema dedicado a Margarita Debayle.

Margarita, está linda la mar,
y el viento
lleva esencia sutil de azahar;
yo siento
en el alma una alondra cantar:
tu acento.
Margarita, te voy a contar
un cuento.

Éste era un rey que tenía
un palacio de diamantes,
una tienda hecha del día
y un rebaño de elefantes,

un quiosco de malaquita,
un gran manto de tisú,
y una gentil princesita,
tan bonita,
Margarita,
tan bonita como tú. [...]

O en El clavicordio de la abuela.

¡Amar, reír! La vida es corta.
Gozar de abril es lo que importa,
en el primer loco delirio;
bello es que el leve colibrí
bata alas de oro y carmesí
sobre la nieve azul del lirio. [...]

Por encargo de la revista La Nación escribe en 1910 El canto a la Argentina para conmemorar el centenario de la Independencia. El libro no se publica hasta 1914. Dos empresarios uruguayos, Alfredo y Armando Guido, le proponen dirigir las revistas Mundial Magazine y Elegancias, dirigida al público femenino. Rubén emprende un viaje de promoción —durante el que se agravan sus problemas de cirrosis— por diversas ciudades europeas e iberoamericanas.

Se suceden las reediciones —Azul..., La caravana pasa— y los homenajes —en Madrid, en París—, las publicaciones de nuevas obras en prosa —Letras, Todo al vuelo, Historias de mis libros—. En 1913, con la salud muy precaria, pasa una temporada en Mallorca. En la Epístola a la señora de Leopoldo Lugones de El canto errante, el poeta había hablado de esta maravillosa isla:

¿Por qué mi vida errante no me trajo a estas sanas
costas antes de que las prematuras canas
de alma y cabeza hicieran de mí la mezcolanza
formada de tristeza, de vida y esperanza?

De entonces datan las conocidas fotos con hábito de cartujo. Rubén muestra un aire enfermo y desorientado. Leemos en un texto redactado en Valldemosa el 29 de noviembre:

Aunque mi salud va mejorando, siento a veces grandes desalientos y tristezas [...] El estado moral, o cerebral, mío, es tal, que me veo en una soledad abrumadora sobre el mundo. Todo el mundo tiene una patria, una familia, un pariente, algo que le toque de cerca y que le consuele. Yo, nada [...] ¡Mi misma fe es tan a tientas! Sea lo que Dios tenga dispuesto.

Comienza una novela que quedará inacabada, El oro de Mallorca, protagonizada por un alter ego del poeta, Benjamín Itaspes. El diario La Nación la publica parcialmente. En una carta de Josep Maria de Segarra tenemos noticia del naufragio.

[...] los médicos le prohibieron la bebida, de manera que sus amigos lo vigilaban de verdad, manteniéndolo a régimen de agua mineral, y al pobre Rubén no le quedó más remedio que aprovechar una escapada a la farmacia en la que compró una botella de vino de quina y, mientras los amigos estaban distraídos, se la bebió de un trago.

Los médicos le aconsejan que se reúna con su familia. Se traslada a Barcelona. Estalla la Primera Guerra Mundial y los hermanos Guido cierran sus revistas. Rubén se queda sin dinero y viaja a Estados Unidos para dar unas conferencias. Según cuenta Francisca Sánchez en una conmovedora carta que se conserva, Rubén partió engañado por su amigo Alejandro Bermúdez. Al llegar a Nueva York es hospitalizado a causa de una pleuresía.

Publica Canto a la Argentina y otros poemas, libro que enlaza con el Canto general de Pablo Neruda. Por su semejanza con Viento del pueblo de Miguel Hernández incluimos la siguiente estrofa.

Hombres de España poliforme,
finos andaluces sonoros,
amantes de zambras y toros,
astures que entre peñascos
aprendisteis a amar la augusta
Libertad, elásticos vascos
como hechos de antiguas raíces,
raza heroica, raza robusta,
rudos brazos y altos cervices;
hijos de Castilla la noble
rica de hazañas ancestrales;
firmes gallegos de roble;
catalanes y levantinos
que heredasteis los inmortales
fuegos de hogares latinos;
iberos de la península
que las huellas del paso de Hércules
visteis en el suelo natal:
¡he aquí la fragante campaña
en donde crear otra España
en la Argentina universal!

El extensísimo poema concluye con la elocuente estrofa siguiente:

Y mi inspiradora,
alumna del Musagetes, al viento
las alas, mi pensamiento
florido da a la columna,
riega junto al monumento;
y en lo solemne del coro
del himno, el acento canoro
une mi amor y mi acento:
¡Argentina tu día ha llegado!
¡Buenos Aires, amada ciudad,
el Pegaso de estrellas herrado
sobre ti vuela en vuelo inspirado!
Oíd mortales, el grito sagrado:
¡Libertad!¡Libertad!¡Libertad!

Las antologías acostumbran a recoger de este libro Los motivos del lobo, poema que describe el encuentro de S. Francisco de Asís con una feroz alimaña. Llama la atención el poema France-Amerique, escrito en francés.

[…] Marseillaises de bronze et d’or qui vont dans l’air
Sont pour nos cœurs ardents le chant de l’espérance.
En entendant du coq gaulois le clairon clair
On clame : Liberté! Et nous traduisons : France!

Car la France sera toujours notre espérance,
La France à l’Amérique donnera sa main,
La France est la patrie de nos rêves! La France
Est le foyer béni de tout le genre humain! […]

En 1915 lee en la universidad de Columbia el poema Pax, que se refiere a la tremenda conflagración europea. Su estado de salud empeora. Sus amigos lo trasladan a Guatemala. La Garza Morena lo recoge y se lo lleva a Nicaragua, donde se le tributan varios homenajes. En enero de 1916 hace testamento y declara heredero universal a Rubén Darío Sánchez con el consentimiento de Rubén Darío Contreras. El 6 de febrero muere en León a los cuarenta y nueve años el hombre que vivió deprisa y siempre estuvo obsesionado con la muerte. Se le extraen el corazón y el cerebro para su estudio. Es enterrado en la catedral. La noticia de la muerte del mayor poeta de la lengua es lamentada por todos.

Decía el gran Pedro Salinas que la poesía de Rubén Darío construyó «paisajes de cultura». Los paisajes no existen más que en la mirada de quien contempla. Si nadie mira no hay paisaje, pero la poesía de Rubén existe aunque no se la lea. Han tenido que pasar cien años para que Cantos de vida y esperanza se traduzca íntegramente al inglés, y sentimos que no tiene hoy la presencia y la repercusión que corresponde a sus méritos. Buena parte de la poesía del siglo XX español es inconcebible sin su obra.

Para los que estudiamos literatura en el bachillerato el poeta emocionante nos dejó una flor abierta en el corazón. Rubén nos habló del rosa, del azul y creó para nosotros un recinto en el que cabe la parte de la realidad que debería existir pero no existe: las liras eolias, los palacios verdaderamente reales, las princesas verdaderamente principescas, los cisnes verdaderamente blancos. Gracias a Rubén Darío la infancia no es una estafa. Se maltrató de manera excesiva. Es inmarcesible, inacabablemente prístino y grandioso. Era un demonio y era un dios. Jamás lo olvidaremos.

________________________________________________________

A RUBÉN DARÍO

La rosa de plata y la rosa de nieve
dejaron su aroma en tu verso de azahar
y por la enramada del sauce que llueve
pasaba la sombra de un fauno lunar,

y bajo la sombra, el instante más breve
y bajo el instante, el poema sin par
y bajo el poema, la música leve
que tiene la lira que empieza a sonar.

Transcurrió el poema y se detuvo el viento
y en sus letras cupo el color del estío
cuando el sol declina por el firmamento.

Transcurría el aire que soñó ser río
para que supiera nuestro pensamiento
a qué suena un verso de Rubén Darío.

Álvaro Fierro Clavero

Subir